jueves, 9 de abril de 2015

Legitimidad del mensaje vs. legitimidad del mensajero

Es posible distinguir, entre las actitudes predominantes en la ciencia y en la religión, una valoración prioritaria del contenido de un mensaje, en el primer caso, ante una valoración prioritaria del mensajero, en el segundo caso. Mientras que en la ciencia experimental, la legitimidad de la información depende esencialmente de su compatibilidad con el mundo real, siendo el “mensajero” totalmente irrelevante, en el caso de la religión, el criterio aceptado es totalmente opuesto, ya que se supone que la veracidad de un mensaje depende de que el emisor sea un “auténtico” enviado de Dios, o Dios mismo, siendo su contenido aceptado en función de ese atributo asignado.

Respecto de la actitud del científico puede mencionarse la siguiente descripción dada por Richard R. Feynman: “Ahora les explicaré cómo buscar una nueva ley. Por regla general, la búsqueda de nuevas leyes sigue los pasos que voy a describir. Primero la conjeturamos. A continuación calculamos las consecuencias de nuestra idea primitiva para ver cuáles serían las consecuencias de ser cierta nuestra conjetura. Comparamos luego los resultados de nuestros cálculos con lo que sabemos, por los experimentos o por la experiencia, acerca de la naturaleza para ver si cuadran. Si están en desacuerdo con los experimentos es que la conjetura está equivocada. En esta simple afirmación radica la clave de la ciencia. No importa que nuestra conjetura sea hermosa, ni lo listo que sea uno, ni el nombre del autor. Si los cálculos no concuerdan con lo observado la conjetura no vale. Y esto es todo” (De “El carácter de la ley física”-Tusquets Editores SA-Barcelona 2000).

En cuanto a la actitud del religioso, puede mencionarse la postura de Francisco Manfredi, quien escribió: “La Biblia no se equivoca. Esto es consecuencia lógica de la Inspiración. Dios es el autor principal de la Biblia, y Dios no puede equivocarse. Escribe el Papa León XIII [respecto de los escritores sagrados]: «Dios mismo los excitó y movió con virtud sobrenatural a escribir y Él mismo les asistió mientras escribían, de tal manera que ellos concebían con exactitud en su mente, querían traspasar con fidelidad a la pluma y expresaban con infalible verdad todo y sólo aquello que Él les ordenaba escribir; de otra suerte, no podría decirse que Él es autor de toda la Sagrada Escritura»” (De “Historia del Antiguo y Nuevo Testamento”-Ángel Estrada y Cía. SA-Buenos Aires 1950).

A pesar de que, supuestamente, Dios es el autor de la Biblia, aparecen diversas interpretaciones de la misma, lo que conduce necesariamente a adoptar, al menos parcialmente, la actitud del científico, es decir, se debe tomar como referencia la propia realidad para valorar los efectos producidos por la prédica religiosa, además de considerar la coherencia lógica de los mensajes, para optar por alguna de las posturas en conflicto. Incluso el propio Cristo pareciera estar de acuerdo con la actitud del científico cuando advierte: “Por sus frutos los conoceréis….”, indicando que el mensaje verdadero legitima al emisor, y no que a priori el emisor legitima al mensaje.

Mientras que la fortaleza de la ciencia deriva de los cuestionamientos y las dudas que aparecen en la búsqueda de la verdad, la debilidad de la religión deriva de la certidumbre del que supone poseerla una vez que ha sido revelada. Sin embargo, en el ámbito de la ciencia no todo es incertidumbre, ya que se conoce con precisión una gran parte de la realidad, mientras que en religión existen verdades que han sido ocultas ante la predisposición de sus difusores a buscar justificaciones extrañas.

Durante las etapas iniciales del cristianismo surge el cuestionamiento acerca de la naturaleza de Cristo, ya que se discutía respecto de si era “igual” o “similar” a la de Dios. Si se optaba por la primera posibilidad, como efectivamente ocurrió, en cierta forma la Iglesia se aseguraba el triunfo ante las religiones rivales, mientras que en el segundo caso se aceptaba la posibilidad de una legítima competencia. Puede decirse que la Iglesia confiaba más en la divinidad del mensajero que en la veracidad del mensaje. Desde un punto de vista actual puede advertirse que la actitud adoptada implica negar la legitimidad de las demás religiones y así promover conflictos, mientras que la segunda posibilidad permite mostrar que la superioridad del cristianismo se justifica esencialmente por la veracidad del mensaje.

Desde el punto de vista de la religión moral, resulta un tanto indiferente tal tipo de cuestionamiento presuponiendo que lo que en realidad se busca es el logro de una masiva mejora ética. Ésta parece haber sido la opinión del emperador Constantino cuando desestima el conflicto entre quienes proponían la “igual” o la “similar” naturaleza de Cristo respecto de Dios. Los bandos en conflicto eran los “alejandrinos” (promotores del “igual”) y los “arrianos” (promotores del “semejante”). Gerardo Vidal Guzmán escribió: “Sea como fuere, una vez que el arrianismo se encontró dueño de la corte orientó todos sus esfuerzos a debilitar las proposiciones dogmáticas que se habían acuñado el año 325. Era difícil contradecir abiertamente ante el pueblo cristiano las tesis del prestigioso Concilio de Nicea. Más viable parecía transformar su significado. Y así se hizo acudiendo al más simple de los expedientes: el ortográfico. En Nicea se había declarado a Cristo «homoousios», «de la misma naturaleza que el Padre». Pues bien, intercalando una simple y minúscula iota griega en la palabra era posible transformar el sentido de la declaración: homoiousios significaba en griego de «naturaleza semejante». Se trataba de una argucia que evitaba al arrianismo toda descalificación teológica que proviniera de la autoridad conciliar y que lo habilitaba en pleno para continuar su obra de propaganda y expansión” (De “Retratos de la antigüedad romana y la primera cristiandad”-Editorial Universitaria SA-Santiago de Chile 2004).

La pequeña diferencia de una letra implica nada menos que la diferencia entre religión natural y religión revelada. Así, si se acepta que Cristo es el Hijo de Dios, o del orden natural, se tiene una religión natural enteramente compatible con la ciencia. Si, por el contrario, se acepta que Cristo es igual a Dios, se tiene una religión revelada incompatible con la ciencia. En el primer caso se considera que la religión surge del hombre, mientras que en el segundo caso se considera que surge de Dios. Jonathan Kirsch da su versión del conflicto: “En última instancia, los teólogos de ambos bandos consiguieron condensar la controversia entera en una elección entre uno o dos eslóganes. Una facción insistía en presentar a Dios y Jesús como homoousion, una palabra griega que puede traducirse hablando en plata como «hechos de lo mismo», es decir, que Dios el Padre y Dios el Hijo eran en realidad una y la misma divinidad. La otra facción porfiaba en presentarlos como homoiousion, o sea, «hechos de algo parecido», o lo que es lo mismo, que Dios el Padre podía y debía distinguirse de Dios el Hijo. Las dos palabras se escriben igual en griego con la salvedad de una minúscula letra, una iota, que convierte homoousion en homoiousion. La ironía fue inmortalizada por Edward Gibbon, quien se refiere a la crucial letra griega como «el importante diptongo». «Los profanos de todas las épocas –escribe con travieso buen humor- se han reído de los furibundos conflictos que la diferencia de un solo diptongo provocaba entre los homoousianos y los homoiousianos»”.

“Y no se trató de una mera guerra de palabras. Los seguidores de una facción o la otra estaban dispuestos a echarse a la calle con piedras y garrotes, quemar las iglesias rivales, presentar acusaciones falsas contra el enemigo ante las autoridades imperiales e incluso sacar a rastras y linchar a los sacerdotes y obispos del otro bando”. “Ningún aspecto de la educación pagana de Constantino lo había preparado para el avispero teológico en el que se adentró cuando se encomendó a la protección del dios cristiano” (De “Dios contra los dioses”-Ediciones B SA-Barcelona 2006).

Los enormes cambios que se derivan de la existencia, o no, de una letra, hacen recordar que las observaciones astronómicas en las épocas de Johannes Kepler, sobre la órbita del planeta Marte, detectan una pequeña diferencia, respecto de lo esperado, de un ángulo observado de 8 minutos de arco, lo que indicó al astrónomo la existencia de órbitas elípticas en lugar de circulares, abriendo las puertas a la posterior síntesis newtoniana de la mecánica y de la astronomía.

Los romanos se distinguieron de otros pueblos por su sentido práctico al priorizar resultados concretos sobre especulaciones teóricas. En cierta forma es la actitud que deberíamos adoptar en esta época, ya que ello implicará darle a la religión la misma prioridad ética que Cristo le dio; tal el cumplimiento de los mandamientos en lugar de adherir a creencias o planteos de tipo filosófico. De ahí que el emperador Constantino se haya dirigido a los líderes de los bandos contendientes de la siguiente manera: “He sabido el origen de vuestras diferencias. Tú, Alejandro, obispo de Alejandría, preguntaste a tus sacerdotes qué pensaba cada uno sobre cierto texto de la ley, o mejor dicho, sobre un punto y un detalle insignificante. Tú, Arrio, emitiste imprudentemente una opinión que no había que concebir o, si se concibiera, no había que comunicar. Desde entonces la división se estableció entre vosotros. Hubiera sido preciso no plantear estas cuestiones para evitar después tener que responderlas. Semejantes investigaciones no están prescriptas por ninguna ley, sino que han sido sugeridas por la ociosidad, madre de las discusiones inútiles. No es justo ni honrado que discutiendo con obstinación sobre un asunto de mínima importancia, abuséis de la autoridad que tenéis sobre el pueblo para enredarlo en vuestras disputas” (Citado en “Retratos de la antigüedad romana y la primera cristiandad”).

Para quienes establecen una prioridad ética para la religión y consideran su legitimidad según la veracidad y efectividad del mensaje, y no tanto del mensajero, se trata de “un detalle sin importancia”. La cuestión radica en saber si la postura posteriormente dominante fue la que mejor efectos produjo, ya que la expresión “creer en Cristo”, en lugar de considerarse como “creer en lo que Cristo dijo a los hombres”, fue reemplazada por “creer en lo que los hombres dicen sobre Cristo”. Así, si alguien está de acuerdo plenamente en que el mejor camino implica amar al prójimo como a uno mismo, está creyendo en la palabra del mensajero según su efectividad. En cambio, bajo el catolicismo triunfador luego del Concilio de Nicea, el “creyente en el Cristo idéntico a Dios” califica de herejes y expulsa del cristianismo a quienes priorizan el mensaje al mensajero, ya que, en lugar de considerar la ética como lo más importante, priorizan la creencia de tipo filosófico. De ahí que la frecuente “hipocresía del creyente” en realidad es la consecuencia necesaria de haber considerado una prioridad distinta a la que el propio Cristo adoptó al sintetizar “la ley y los profetas” en sus dos mandamientos.

El “detalle insignificante”, o que debió haberlo sido si la religión adoptaba una prioridad ética, se constituyó en un importante factor de conflictos y del posterior debilitamiento de la religión cuando pasó a ser el “detalle de mayor significado”.

jueves, 2 de abril de 2015

Cristianismo primitivo y antiguo

La religión cristiana nace entre los hebreos, un pueblo que formaba parte del Imperio Romano, quedando ligada su posterior difusión a dicho Imperio. Dos de sus principales promotores, Pedro y Pablo, el primero fundador de la Iglesia y el segundo su gran difusor, son ajusticiados precisamente en Roma como reacción ante la nueva religión que no aceptaba a las vigentes en ese entonces. Eric Frattini escribió: “San Pedro, llamado realmente Simón bar Joná, fue crucificado en el año 64 o 65 DC por orden del emperador Nerón. Condenado a morir en la cruz, San Pedro pidió ser crucificado cabeza abajo, ya que se consideraba indigno de morir de la misma forma que Jesucristo”. “San Pedro y San Pablo murieron en Roma, el primero en la colina vaticana y en segundo en la vía Ostiense” (De “Secretos vaticanos”-Editorial EDAF SA-Madrid 2003).

Quien promueve, sin quererlo, que los predicadores lleven el mensaje cristiano a todas las naciones, en cumplimento de la voluntad de su fundador, es el propio Saulo de Tarso (Pablo luego de su conversión y posteriormente San Pablo) quien se dedicaba a combatir a los primeros cristianos. Frank G. Slaughter escribió: “En Jerusalén, la práctica inicial en la Iglesia de compartir los propios bienes tuvo que ser abandonada, porque la congregación se veía obligada a reunirse en secreto para evitar la persecución de Saulo. Fueron tiempos de grandes calamidades para la joven iglesia, y si no hubiera sido por la fe y la confianza inconmovibles de Simón Pedro, hubiera sido destruida por completo”. “Algún día le vamos a agradecer a Saulo de Tarso por el favor que nos hizo cuando intentaba acabar con nosotros –dijo Bernabé con tristeza- ¿Qué harás ahora que las persecuciones han empezado a ceder, Pedro?”. “…Pienso que nuestro futuro está fuera de Jerusalén” (De “Tu eres Pedro”-Editorial El Ateneo-Buenos Aires 2009).

En Roma, los sucesivos emperadores mantienen la prohibición a los cristianos de profesar su fe hasta que Constantino y Licinio, mediante el Edicto de Milán del año 313, les conceden los mismos derechos que al resto de los religiosos. Jonathan Kirsch escribió: “Constantino había puesto fin a la Gran Persecución y garantizado a los cristianos la misma libertad de culto que habían disfrutado los diversos credos paganos, pero todavía oficiaba de Pontifex Maximus en los colegios sacerdotales que preservaban y practicaban el culto al viejo panteón”.

Los cristianos se mantienen unidos mientras son víctimas de la persecución. Sin embargo, cuando ese peligro deja de existir, comienzan los conflictos internos, ya que surgen reproches desde quienes soportaron los castigos (los mártires) hacia los que cedieron para evitarlos. “No todo cristiano, sin embargo, contempló la Paz de la Iglesia como una bendición absoluta. Por la mayor ironía de todas, la libertad de culto que Licinio y Constantino establecieron en Milán fue la fuente de un tipo de terror completamente nuevo. Para el verdadero creyente en el monoteísmo, la libertad de abrazar cualquier fe conllevaba el riesgo de que algunos hombres y mujeres sumidos en las tinieblas abrazaran la fe equivocada. Para los cristianos rigoristas, el riesgo en sí resultaba intolerable: «Así pues, en el siglo que inauguró la Paz de la Iglesia –explica Ramsay MacMullen-, murieron más cristianos por su fe a manos de correligionarios cristianos de los que habían muerto en todas las persecuciones». Con la Paz de la Iglesia comienza un nuevo, notable y terrible fenómeno. Algunos cristianos se apresuran a convertirse de perseguidos en perseguidores” (De “Dios contra los dioses”-Ediciones B SA-Barcelona 2006).

“El primer obispo de la Iglesia de los Mártires de Cartago fue un hombre llamado Mayorino. Su sucesor fue Donato, de modo que los clérigos y fieles de la Iglesia de los Mártires llegaron a ser conocidos como donatistas”. “Los obispos cristianos que pretendían aplastar a los donatistas afirmaban actuar en nombre de la Iglesia «católica» y «ortodoxa». Según el significado literal de estos términos, «católica» significa «universal» y «ortodoxa» quiere decir «conforme al dogma»”. “Hacia el siglo IV, un obispo fue capaz de citar un total de 156 creencias y prácticas falsas dentro de la comunidad cristiana”.

Puede decirse que gran parte de los conflictos derivan, no de ponerse de acuerdo en lo que Cristo dijo a los hombres, sino en lo que los hombres dicen sobre Cristo. El caso más conocido fue el del sacerdote alejandrino Arrio. “Reducido a su más simple expresión –que es exactamente lo que el propio Arrio trataba de hacer- el arrianismo se basa en la idea en apariencia intrascendente de que Jesús es el Hijo de Dios y no el propio Dios. Al fin y al cabo, eso es exactamente lo que la Biblia cristiana dice de Jesús en la que tal vez sea su línea de texto más conmovedora y citada: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito- reza el versículo del Evangelio de San Juan- , para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna»”.

“Por supuesto, la creencia cristiana de que Dios engendró un hijo haciendo que una mujer concibiera era una noción que sus pares en el monoteísmo –los judíos- consideraran ajena y ofensiva. La teología judía sostenía que Dios podía otorgar a un hombre o mujer el don de la profecía o nombrar a un rey o conquistador para que realizase hazañas maravillosas como Mesías o «ungido», pero de ninguna manera engendraba hijos, fueran mortales o divinos”. “Lo irónico es que esa misma idea resultaba del todo plausible para los paganos a quienes los cristianos pretendían convertir al monoteísmo. En verdad, se trataba de un lugar común de los mitos y leyendas del paganismo: los dioses estaban tanto dispuestos como capacitados para engendrar hijos con mujeres mortales, según la manera pagana de pensar, aunque se creyera que un mortal era incapaz de hacer lo mismo con una diosa”.

“Además, el concepto de una relación padre-hijo entre Dios y Jesús era para los cristianos un modo práctico de explicar al mundo pagano lo que quiere decir el Nuevo Testamento cuando parece referirse no a una sino a tres divinidades: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la Tierra- dice Jesús a sus discípulos, y les pone una tarea-: id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». En cuanto Constantino accedió al trono –y en cuanto el Edicto de Milán legalizó el cristianismo-, las iglesias empezaron a llenarse de paganos curiosos dispuestos a escuchar a predicadores cristianos como Arrio, y él se expresaba con palabras y frases sacadas de las Sagradas Escrituras que ellos pudieran comprender”.

“Incluso Agustín, que participó en la lucha contra el arrianismo, reconoce en las Confesiones que no ha penetrado el misterio –la «Trinidad se me aparece en un espejo oscuro», escribe- y duda que nadie haya logrado una mayor comprensión. «¿Quién de nosotros comprende la Todopoderosa Trinidad? –dice con resignación- Rara es el alma que mientras habla de ella, sabe de lo que habla»”.

“¿Fue Jesús «engendrado», como insistían los arrianos con fervor? Es decir, ¿fue creado por Dios? ¿O era «ingénito», como insistían los antiarrianos con no menor pasión? O lo que es lo mismo, ¿era uno y lo mismo que Dios? ¿Creó Dios a Jesús ex nihilo («de la nada») o había coexistido eternamente con Dios?”. “Nos persiguen –protestaba Arrio en un resumen de los argumentos de sus enemigos contra él- porque decimos: «El Hijo tiene un principio pero Dios no tiene principio»”.

Desde el punto de vista de la religión natural, puede decirse que Cristo es el hijo del orden natural, considerando que la narración bíblica personifica o humaniza todo concepto religioso para expresarlo de una manera simbólica. Considera que la religión surge del hombre, como una necesidad imperiosa de adaptarse a las leyes naturales que conforman el orden natural, siendo el precio que nos impone dicho orden como precio para nuestra supervivencia. En el año 324, Constantino derrota y ejecuta a Licinio, quedando como único emperador. Al año siguiente se reúne el Concilio de Nicea en el cual Constantino tiene una importante participación. Jonathan Kirsch escribe: “Os deseo a todos paz y unanimidad –declaró el viejo guerrero que había empapado su espada con la sangre de sus enemigos derrotados, dentro y fuera del Imperio- El conflicto interno dentro de la Iglesia de Dios es mucho más maligno y peligroso que cualquier tipo de guerra”.

Con el tiempo, la fe en Cristo fue reemplazada por “la fe en los predicadores que hablan sobre Cristo”, siendo la religión moral reemplazada por una religión de misterios y de creencias poco accesibles al entendimiento. El cumplimiento de los mandamientos de Cristo quedó relegado ante el mérito de creer y obedecer las prioridades de la Iglesia. Tal es así que quien “no cree”, aunque ame al prójimo como a si mismo, no será considerado “cristiano” por la mayoría de sus supuestos seguidores; lo que confirma que no se trata ya de una religión moral, sino de algo distinto.

Posteriormente, se produce la separación de importantes sectores de la Iglesia, dando lugar a las congregaciones ortodoxa, anglicana y luterana. Eric Frattini escribe de la primera: “Era Silvestre I Pontífice cuando, en el año 330 y tan solo por una cuestión administrativa, se creó la iglesia ortodoxa. Con el paso de los siglos las separaciones administrativas se convirtieron en abismos doctrinales. En el año 1204 el papa Inocencio III ordenó a los cruzados el saqueo de la sede patriarcal de Constantinopla”.

En cuanto a la segunda: “El monarca quería divorciarse de la reina Catalina de Aragón para poder casarse con Ana Bolena. El papa Clemente VII negó el permiso a Enrique VIII, y este pidió entonces al Parlamento que apoyase la creación de la Iglesia de Inglaterra con el propio monarca como cabeza de la misma”.

En cuanto al origen del protestantismo, escribe: “En 1510 Martín Lutero visitaba Roma cuando descubrió la pompa, el boato y el exceso que se vivía en la corte del papa Julio II. A su regreso, y decepcionado con lo que vio, Lutero decidió crear una iglesia cismática de Alemania y los países escandinavos. La Iglesia luterana carece de un solo dirigente, pero los líderes de todas las comunidades luteranas formaron a finales de los años cuarenta una Federación Mundial con el fin de unificar criterios en materia de dogma”.

La unión de las diversas iglesias cristianas se establecerá, posiblemente, cuando las investigaciones en ciencias sociales y en neurociencias aclaren suficientemente el origen de nuestra conducta moral y tiendan a reemplazar paulatinamente a los misterios y dogmas de las Iglesias que, como antes se dijo, sólo consiguieron relegar los mandamientos éticos que Cristo consideraba prioritarios.